“Mi abuela y yo nacimos el mismo día, y a la misma hora. Ambas lloramos al vernos por primera vez. Nuestros nombres tienen mucho en común; ella se llama Abuela y yo, Nieta. Abuela y yo paseabamos juntas por el parque. Al principio caminabamos como dos señoras patas. Meneíto para aquí, meneíto para allá. Y es que Abuela tenía los pies planos y yo comenzaba a caminar. Pasó el tiempo y a ambas se nos cayó nuestro primer diente. Yo lo puse debajo de la almohada esperando al Ratón Pérez. Abuela se lo llevó al doctor Pérez, el dentista, para que le pusiera uno igualito pero postizo. Un día nos dimos cuenta de que ni Abuela ni yo sabíamos leer ni escribir, así que decidimos que cuando yo cumpliera los cinco, iríamos al colegio. Y fuimos. Yo por las mañanas, bien temprano, y ella por las tardes a la escuela de adultos. Ahora ambas sabemos escribir. Yo tengo la letra torcida, y ella, temblona. Cuando me voy de vacaciones con mis padres, Abuela sale de excursión con sus amigos, nos enviamos